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14 mars 2004
EL TIEMPO
Editorial: Blindar los parques naturales

 
 


¿Fumigar o no fumigar los parques nacionales? Si la discusión sobre la aspersión aérea en general ha sido encendida, el debate que abrió la resolución 0013 del Consejo Nacional de Estupefacientes, el pasado 27 de junio, autorizándola en las áreas protegidas, tiene a más de uno con el pelo parado. Y con razón, pero apelando a argumentos que a veces no parecen asumir que la cuestión es mucho más compleja de lo que a primera vista parece.

El Gobierno alega que prohibir la fumigación en los parques naturales es dar patente de corso a quienes, expulsados por la misma de otras zonas, dispondrían así de santuarios legales para sustituir con coca y amapola selvas intactas y bosques de niebla, con desastrosas consecuencias para el medio ambiente y la futura provisión de agua. Sus contradictores ripostan que el glifosato reforzado sería igual de nefasto sobre la fauna y la flora en 10 millones de hectáreas de 49 áreas protegidas del país, que albergan la mayor cantidad de especies de aves, la segunda de vegetales y anfibios y la tercera de reptiles del planeta, además de muchos seres humanos, entre ellos etnias indígenas en vía de extinción.

Parte del problema es que tanto el Gobierno como los opositores de la fumigación hacen énfasis solo en uno de los dos enemigos de los parques naturales: la coca y la fumigación. De hecho, ambos ponen en riesgo ecosistemas frágiles a los que el Estado solo llega enfundado en los uniformes azules de escasos 350 funcionarios de Parques Nacionales, víctimas a diario de presiones, secuestros y asesinatos como el de la directora del Tairona, Marta Lucía Hernández. Los partidarios de no fumigar, a veces no reconocen que la amenaza de la coca y la amapola sobre los parques nacionales es real. El Gobierno, por su parte, minimiza la de la fumigación.

Lo primero es precisar la magnitud de la amenaza y su devastadora dinámica. El Gobierno habla de entre 10 mil y 15 mil hectáreas de coca sembrada en los parques. El Sistema Integral de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci), el proyecto satelital de Naciones Unidas que reclama ser la medición más exacta, arroja cifras muy distintas. A fines del 2002 -último dato disponible- no solo daba cuenta de 4.617 hectáreas, sino de una disminución de casi 24 por ciento en la superficie cultivada comparada con la del 2001. En este año había coca en 17 de los 36 parques nacionales y al siguiente en 15, con una disminución en el tamaño de los lotes. La evidencia satelital indica, pues, que mientras la aspersión en los parques seguía prohibida y se adelantaba una vasta ofensiva fumigadora en el resto del país, la coca en los parques no solo no aumentó sino que disminuyó. El nuevo censo del Simci para el 2003, pronto a publicarse, debe zanjar la diferencia en las cifras.

Más allá del interminable debate sobre sus efectos en el medio ambiente y la salud, la fumigación como política tiene tres grandes problemas. No solo no acaba con los cultivos ilícitos (hace rato los campesinos cocaleros aprendieron a soquear y untar aceite en las hojas para recuperar sus 'maticas' después del paso de las avionetas) sino que tampoco garantiza que los cultivos no se comiencen a devorar la selva o se trasladen a otros departamentos o incluso a otros países. Además, es la peor fórmula para 'ganar los corazones y las mentes' de una población, hoy en manos de grupos armados y narcotraficantes, pero que, con otra política, el Estado podría poner de su lado.

Política que está parcialmente en marcha. En ciertas áreas protegidas y zonas de amortiguación se ha venido pactando con las comunidades la erradicación manual de cultivos ilícitos y su sustitución por cultivos rentables y con mercado. En lugar de insistir en combinar la erradicación manual y la fumigación, el Gobierno tiene en sus manos la oportunidad de responder con el ejemplo a quienes le critican su desinterés por los temas ambientales, convirtiendo lo que hasta ahora son iniciativas puntuales en una formidable campaña de erradicación manual y sustitución, sostenida en el tiempo con financiación, protección militar y refuerzo institucional a la Unidad de Parques. Programas como Parques con la Gente, que sentó bases de colaboración entre las instituciones y la población local para la protección de nueve parques y se convirtió en modelo mundial, deben ser revividos, enfocándolos a las áreas más amenazadas por la narco-colonización.

La erradicación manual, seriamente emprendida, demostró su efectividad en Perú. Aplicarla en los parques puede ser la primera piedra de una política antinarcóticos que sí construya tejido social en lugar de destruirlo y acerque a las comunidades al Estado, en vez de alejarlas. Sin contar con que blindar los parques nacionales, sin fumigarlos, sería anteponer a los Estados Unidos, por una honrosa vez, el interés nacional de un país con el segundo patrimonio ambiental del planeta.

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