¿Fumigar o no fumigar los parques nacionales? Si la
discusión sobre la aspersión aérea en
general ha sido encendida, el debate que abrió la resolución
0013 del Consejo Nacional de Estupefacientes, el pasado 27
de junio, autorizándola en las áreas protegidas,
tiene a más de uno con el pelo parado. Y con razón,
pero apelando a argumentos que a veces no parecen asumir que
la cuestión es mucho más compleja de lo que
a primera vista parece.
El Gobierno alega que prohibir la fumigación en los
parques naturales es dar patente de corso a quienes, expulsados
por la misma de otras zonas, dispondrían así
de santuarios legales para sustituir con coca y amapola selvas
intactas y bosques de niebla, con desastrosas consecuencias
para el medio ambiente y la futura provisión de agua.
Sus contradictores ripostan que el glifosato reforzado sería
igual de nefasto sobre la fauna y la flora en 10 millones
de hectáreas de 49 áreas protegidas del país,
que albergan la mayor cantidad de especies de aves, la segunda
de vegetales y anfibios y la tercera de reptiles del planeta,
además de muchos seres humanos, entre ellos etnias
indígenas en vía de extinción.
Parte del problema es que tanto el Gobierno como los opositores
de la fumigación hacen énfasis solo en uno de
los dos enemigos de los parques naturales: la coca y la fumigación.
De hecho, ambos ponen en riesgo ecosistemas frágiles
a los que el Estado solo llega enfundado en los uniformes
azules de escasos 350 funcionarios de Parques Nacionales,
víctimas a diario de presiones, secuestros y asesinatos
como el de la directora del Tairona, Marta Lucía Hernández.
Los partidarios de no fumigar, a veces no reconocen que la
amenaza de la coca y la amapola sobre los parques nacionales
es real. El Gobierno, por su parte, minimiza la de la fumigación.
Lo primero es precisar la magnitud de la amenaza y su devastadora
dinámica. El Gobierno habla de entre 10 mil y 15 mil
hectáreas de coca sembrada en los parques. El Sistema
Integral de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci),
el proyecto satelital de Naciones Unidas que reclama ser la
medición más exacta, arroja cifras muy distintas.
A fines del 2002 -último dato disponible- no solo daba
cuenta de 4.617 hectáreas, sino de una disminución
de casi 24 por ciento en la superficie cultivada comparada
con la del 2001. En este año había coca en 17
de los 36 parques nacionales y al siguiente en 15, con una
disminución en el tamaño de los lotes. La evidencia
satelital indica, pues, que mientras la aspersión en
los parques seguía prohibida y se adelantaba una vasta
ofensiva fumigadora en el resto del país, la coca en
los parques no solo no aumentó sino que disminuyó.
El nuevo censo del Simci para el 2003, pronto a publicarse,
debe zanjar la diferencia en las cifras.
Más allá del interminable debate sobre sus
efectos en el medio ambiente y la salud, la fumigación
como política tiene tres grandes problemas. No solo
no acaba con los cultivos ilícitos (hace rato los campesinos
cocaleros aprendieron a soquear y untar aceite en las hojas
para recuperar sus 'maticas' después del paso de las
avionetas) sino que tampoco garantiza que los cultivos no
se comiencen a devorar la selva o se trasladen a otros departamentos
o incluso a otros países. Además, es la peor
fórmula para 'ganar los corazones y las mentes' de
una población, hoy en manos de grupos armados y narcotraficantes,
pero que, con otra política, el Estado podría
poner de su lado.
Política que está parcialmente en marcha. En
ciertas áreas protegidas y zonas de amortiguación
se ha venido pactando con las comunidades la erradicación
manual de cultivos ilícitos y su sustitución
por cultivos rentables y con mercado. En lugar de insistir
en combinar la erradicación manual y la fumigación,
el Gobierno tiene en sus manos la oportunidad de responder
con el ejemplo a quienes le critican su desinterés
por los temas ambientales, convirtiendo lo que hasta ahora
son iniciativas puntuales en una formidable campaña
de erradicación manual y sustitución, sostenida
en el tiempo con financiación, protección militar
y refuerzo institucional a la Unidad de Parques. Programas
como Parques con la Gente, que sentó bases de colaboración
entre las instituciones y la población local para la
protección de nueve parques y se convirtió en
modelo mundial, deben ser revividos, enfocándolos a
las áreas más amenazadas por la narco-colonización.
La erradicación manual, seriamente emprendida, demostró
su efectividad en Perú. Aplicarla en los parques puede
ser la primera piedra de una política antinarcóticos
que sí construya tejido social en lugar de destruirlo
y acerque a las comunidades al Estado, en vez de alejarlas.
Sin contar con que blindar los parques nacionales, sin fumigarlos,
sería anteponer a los Estados Unidos, por una honrosa
vez, el interés nacional de un país con el segundo
patrimonio ambiental del planeta.
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