Los parques naturales son el banco de los recursos genéticos
de la nación, en ellos anida la biodiversidad y además
son fuente de agua para cerca de 20 millones de ciudadanos
y de otros servicios ambientales para toda la población.
Proteger los parques naturales es deber irrenunciable del
estado para el bienestar presente y futuro de los colombianos,
consagrado en la ley y en convenios internacionales.
Hoy se habla de extender las fumigaciones a estas áreas
protegidas para controlar los cultivos ilícitos que
hay en ellas, con lo cual no puede estar de acuerdo ninguna
persona que tenga algún respeto por la vida, el medio
ambiente y la naturaleza. Sin embargo, el propósito
de esta nota no es argumentar en contra de una decisión
tan controversial y alejada de las consideraciones ambientales,
que obedece seguramente a presiones internacionales para mostrar
en el exterior que se está logrando "algo"
contra el flagelo de las drogas. La intención es dejar
de lado esta discusión para ir al fondo del problema
y señalar algunas ideas en contra de una política
equivocada para controlarlo, como es la fumigación.
Colombia ha estado sometida a ella desde hace décadas.
Las primeras fumigaciones se efectuaron sobre la Sierra Nevada
de Santa Marta con el tristemente celebre Paraquat, que arrasó
invaluables bosques de sus vertientes. La fumigación
fue ampliándose sobre el territorio nacional a medida
que aumentaban los narcocultivos desplazados de Bolivia y
del Perú precisamente por la fumigación. El
principal agente utilizado ha sido el Glifosato, del cual
se afirma que es inocuo, pero naturalmente sus efectos dependen
de la concentración con que se use, si se hace sobre
personas y sobre que cultivos.
El juego del gato y el ratón entre cultivadores y
fumigadores, dio origen a un perverso ciclo de deforestación-siembra-fumigación-nueva
deforestación. Así, enormes zonas de la Amazonia
y la Orinoquia, nuestros ecosistemas mejor conservados, sufrieron
los efectos sociales y ecológicos del cultivo y la
producción de narcóticos por una parte y de
la fumigación para erradicarlos por la otra. Vastas
áreas del Caquetá, el Putumayo y el Guaviare
se han deforestado, sembrado y fumigado. En la Región
Andina el valioso y cada vez más escaso bosque alto
andino se tala para sembrar y se fumiga para erradicar, con
severos impactos que van más allá de la deforestación,
que es el más visible, pues se afectan las aguas, la
fauna y la flora y naturalmente al ser humano y su actividad
productiva.
El carrusel de la narcofumigación ha costado miles
de hectáreas de bosques naturales, el arrasamiento
de cultivos de pancoger de pequeños campesinos que
conviven con los narcocultivos y su criminalización
por carecer de alternativas válidas de supervivencia.
Lo más grave es que el resultado de esta depredación
no ha tenido efecto sobre el problema de la drogadicción
en los países consumidores; la oferta de droga en ellos
no ha disminuido y el negocio parece estar más floreciente
que nunca. Los beneficiados principales de la estrategia han
sido los productores de los agentes usados para la fumigación
y los fumigadores. Los perdedores todos los colombianos de
hoy y del futuro.
¿Cuantas hectáreas más deberán
fumigarse, cuantos campesinos más deberán arruinarse,
cuantos bosques desaparecer y cuantos ríos envenenarse
antes de que se evalúen pública y objetivamente
los resultados de la fumigación y se cambie la lucha
antidrogas de modo que una parte muy importante de la prevención
y de los costos a la sociedad y al territorio para controlarla
los asuman los consumidores? ¿No sería mucho
mejor usar el dinero que se destinaría a la fumigación
en los parques a cuidarlos y fortalecer su administración
y vigilancia en lugar de pensar en desmantelarla?
Por Ernesto Guhl Nannetti
|