Prohibir la aspersión aérea como fórmula
para erradicar los cultivos ilícitos es una decisión
que tendría profundas repercusiones políticas.
Una tutela pendiente de decisión en sala plena de
la Corte Constitucional produjo cartas del Ministro del Interior
a los magistrados y suscitó largas reuniones suyas
con los líderes indígenas que la pusieron. Su
preocupación es entendible: se trata de evitar que
una política clave del Plan Colombia sufra un golpe
mortal.
La tutela, presentada hace dos años por la Organización
de Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (Opiac),
pide suspender la fumigación en sus territorios, pues
esta los priva de su derecho a un medio ambiente digno. Después
de ser rechazada en primeras instancias, fue apoyada por la
Defensoría del Pueblo, que alega que la fumigación,
no solo sobre resguardos, sino en general, atenta también
contra el derecho a la salud y a la vida.
La cuestión es mucho más que un asunto jurídico.
A partir de la intervención de la Defensoría,
estaría en cuestión no solo la aspersión
sobre los resguardos, sino la fumigación en general.
Un fallo favorable tumbaría una política que
el Estado colombiano viene aplicando desde el presidente Samper
y que es pieza clave de la relación con Washington
en la lucha contra el narcotráfico.
En su carta a los magistrados, el Ministro argumenta: la
tutela está desvirtuada por el largo tiempo que lleva
en trámite; el Estado colombiano está obligado
a fumigar, por la Convención de Viena y por un acuerdo
suscrito con Estados Unidos en el 2001; la decisión
jurídica de suspender las fumigaciones sería
un atentado contra el mejor aliado del Gobierno; los efectos
de la fumigación en el medio ambiente son deleznables
comparados con el resultado de prohibir el único (a
su juicio) método efectivo contra el cultivo.
Argumentos serios, pero también controvertibles.
Que la tutela esté en curso hace dos años no
es motivo para no considerarla. La misma Convención
de Viena, que compromete al Estado colombiano a "erradicar"
(no necesariamente a fumigar), lo obliga a hacerlo teniendo
en cuenta "los derechos humanos" y "la protección
del medio ambiente". Se tumbaría, en efecto, una
política estratégica, pero como producto de
una decisión de la suprema instancia jurídica
del país. Por otra parte, de acuerdo con sus detractores,
los efectos de la fumigación sobre el medio ambiente
no son deleznables, mientras que otros métodos para
combatir los cultivos ilícitos han probado su eficacia.
El más contundente argumento del Ministro es que
aceptar la tutela sería emitir sentencia de muerte
contra los demandantes, los indígenas. Al prohibirse
la fumigación sobre los 597 resguardos indígenas
de Colombia (que comprenden 30 millones de hectáreas,
un 28 por ciento del territorio nacional), se estaría
decretando un santuario, "una nueva Casa Arana",
como bien lo dice el Ministro en remembranza del imperio cauchero
exterminador de indios del siglo XIX, para que los grupos
armados impongan a punta de terror el cultivo.
Dejar de fumigar sin más, ciertamente pondría
en peligro extremo los territorios indígenas y sus
habitantes y sería un golpe al corazón de la
política estadounidense de guerra frontal contra las
drogas en Colombia. Pero, por una parte, ya la fumigación
sobre resguardos, así como sobre fuentes de agua, asentamientos
humanos, parques nacionales y proyectos productivos, está
vetada por el Plan de Manejo Ambiental del Ministerio del
ramo. Por otra, la coca cultivada en resguardos no llega al
10 por ciento del área total de narcocultivos. Por
último -y esto es importante- prohibir la aspersión
aérea no significa prohibir la erradicación.
La cuestión de fondo es si se reemplaza un mecanismo
controvertido y de efectos colaterales dañinos por
otras medidas que pueden ser más rentables en términos
de acrecentar la legitimidad del Estado y la eficacia contra
el narcotráfico: la erradicación manual o voluntaria,
ganándose a las comunidades con programas sociales,
o el combate frontal contra 'chichipatos', intermediarios
y compradores locales y contra el flujo de precursores químicos,
o la drástica interdiccion aérea, fluvial y
marítima, endureciendo una política de policía
aún muy endeble. Medidas que, si se aplicaran con el
mismo entusiasmo con el que hoy se fumiga glifosato, representarían,
como la eventual legalización de la droga, una vía
seguramente más eficaz para acabar con el criminal
negocio del narcotráfico. Cuya economía ilegal
-no hay que olvidarlo- financia el conflicto que desangra
a Colombia.
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