Manuel Ruiz, historiador y
miembro del GAC, analiza la situación de Colombia frente
a los cultivos y tráfico de drogas más allá
de su relación con los grupos armados, y se centra
en otro de las raíces del problema: una reforma agraria.
En la actualidad, la presencia
de cultivos de uso ilícito en el territorio colombiano
se liga exclusivamente a la presencia de los actores armados
vinculados a su producción y a las innumerables organizaciones
de narcotraficantes. Como principal fórmula para contrarrestarlos,
el Estado colombiano ha seguido las recomendaciones impuestas
por los Estados Unidos a través de su doctrina de la
“guerra contra las drogas”, como la fumigación
aérea y la extradición. Sin embargo, es necesario
subrayar que tras la presencia de los cultivos de uso ilícito
subyacen otras problemáticas, como la ausencia de una
reforma agraria, que inciden en la permanencia y desarrollo
del negocio.
Si ha existido algún elemento común de las
políticas públicas colombianas para hacer frente
al narcotráfico es su permanente discontinuidad. No
se ha establecido un programa coherente que permita solucionar
los desafueros producidos por esta industria ilegal en todos
los ámbitos. Las diferentes posturas de los sucesivos
gobiernos han sido determinadas fundamentalmente por unos
intereses coyunturales, que responden a las necesidades políticas
del momento y no atienden, con una perspectiva histórica,
elementos centrales de la configuración estructural
de la sociedad colombiana, como la tenencia de la tierra y
la colonización.
La cuestión agraria ha sido una constante desde hace
muchos años. Durante el siglo pasado se formularon
infructuosas propuestas, sin que se adelantara un verdadero
programa que permitiera una solución. En este sentido
podemos mencionar: la Ley 200 de 1936, que fundamentalmente
consistió en un reordenamiento de la propiedad; la
Ley 135 de 1961, presionada por los Estados Unidos en el marco
de la Alianza para el progreso; y posteriormente el “Acuerdo
de Chicoral” en 1973. La reforma agraria no puede ser
concebida simplemente como un término político
en desuso, por el contrario, debe ser pensada como una necesidad
imperante para generar un desarrollo sostenible de la economía
nacional.
La crisis agraria ha estado relacionada con la ineficiencia
en el aprovechamiento de la tierra en tanto no ha sido utilizada
en forma intensiva y técnica, así como al grado
de concentración de la propiedad(1).
Esta situación, sumada a los factores de violencia,
ha impulsado a poblaciones rurales a desplazarse hacia los
límites de la frontera agrícola, colonizando
territorios sin la presencia del Estado. En estas regiones
consideradas como marginales(2), se han desarrollado
posteriormente cultivos de uso ilícito y se ha contado
con la mano de obra disponible para generarlos, pues sus habitantes
se ven impulsados a buscar soluciones económicas más
rentables para mantenerse.
Por otro lado, las políticas económicas implementadas
en los últimos lustros, como la apertura económica,
evidencian aun más el desinterés del Estado
por el campo. Es precisamente el sector agropecuario el que
ha sufrido las principales consecuencias de la política
de libre mercado. El impresionante aumento de las importaciones
de alimentos ha sido contraproducente para los pequeños
productores, quienes no están en condiciones de competir
con las nuevas características del mercado. Así
mismo, es importante señalar que esta situación
de crisis coincide con el acelerado aumento del número
de hectáreas sembradas de coca en el territorio nacional(3).
La creciente demanda de los países consumidores, el
alto costo-beneficio de este producto ilegal con relación
a otros tradicionales, y la ya mencionada crisis agraria,
inciden en la continuidad y aumento de la producción
de los cultivos.
La necesidad de una reforma agraria se sustenta incluso,
más allá de las grietas del pasado, en la necesidad
de afrontar el futuro económico del país en
una dirección rentable. El Tratado de Libre Comercio,
del que no podemos sustraernos en la actual sociedad globalizada,
bien sea dicho de paso, podría llegar a tener algún
beneficio para la ya maltratada economía nacional si
se fortalece y se desarrolla el sector agropecuario. De lo
contrario la crisis se agudizará aun más y la
seguridad alimentaria correrá aun mayores riesgos,
en un país con inmensas riquezas agrícolas.
No obstante, la posibilidad de realizar acuerdos bilaterales
con otros países de la región, y en general
cualquier esfuerzo que permita la industrialización
y modernización del agro, no podrá llevarse
a cabo con buenos términos, si antes no solucionamos
nuestra problemática social y el conflicto armado.
Mientras la inmensa mayoría de los recursos del erario
público se destinen a alimentar una guerra sin fin,
y sin una solución negociada que permita recomponer
las estructuras básicas del país, las hectáreas
sembradas con cultivos de uso ilícito se extenderán
incluso más allá de la región cafetera.
* Historiador de la Universidad Nacional
de Colombia, estudiante de DEA en la Ecole des Hautes Etudes
en Sciences Sociales de París, miembro del Grupo sobre
Actualidad Colombiana, GAC
1 Fajardo Montaña, Darío, Para
sembrar la paz hay que aflojar la tierra. Bogotá; Universidad
Nacional de Colombia, 2002.
2 Ramírez, María Clemencia,
Entre el Estado y la guerrilla: identidad y ciudadanía
en el movimiento de los campesinos cocaleros del Putumayo.
Bogotá, ICANH-Colciencias, 2001.
3 Labrousse, Alain, Dictionnaire géopolitique
des drogues. Bruxelles, Editions De Boek Université,
2003.
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